"Buenas
tardes, vinimos a asaltarlos. No queremos matarlos ni secuestrarlos, por eso
van a tener que cooperar para que nuestro operativo salga bien", dijo el
hombre dientón —cuya camisa estaba a punto de dar un botonazo debido a su
abultada panza—, que entró al salón justo a la mitad de la clase de inglés.
Hace unas semanas me ofrecieron un
trabajo como colaboradora de la ONU. Me iré a África y uno de los
requisitos es que tengo que llegar con un inglés pasado de lanza, o sea que
esas confusiones que a veces tengo cuando digo el pasado en futuro y el
futuro en presente no son aceptables. Tampoco puedo darme el lujo de hablar con
esa pronunciación onda Salma Hayek que luego me cargo. En fin, el punto es que
me tengo que lucir si quiero seguir viajando por el mundo con estos cuates. Por
eso decidí meterme a clases de inglés a unas cuadras de mi casa.
La escuela está en Benjamin Franklin, esa línea fronteriza entre la Condesa y la Escandón, en la delegación
Cuauhtémoc, del Distrito Federal. Se llama Inclub by INGLESCO. El dueño de la escuela, un tipo de León Guanajuato como mi rey new rich, en un arranque
de creatividad, decidió que los salones de clases serían temáticos. Hay
uno que se llama Rockstar y tiene guitarras, cassettes y micrófonos pegados en
la pared. Otro se llama New York y, como podrán imaginar, tiene a la Estatua de
la Libertad en distintas versiones. El salón Tíbet, dizque el más zen, tiene
cuadros con budas, sillones a nivel de piso y el pizarrón tiene un marco de
piedritas de río, de esas que usan los que creen en el feng shui.
El jueves 6 de agosto tuve clase a las
4:30 de la tarde en el Tíbet. Sólo éramos cuatro alumnos: Una chica que me
cae gorda porque trabaja para Peña Nieto y lo ama (siempre nos peleamos en inglés
por asuntos de política), un nerd que habla como ruco de 70 años y se sabe todas las reglas gramaticales, y que además siempre me ve con cara de asombro porque un día hablé de
hongos alucinógenos en la clase y se le hizo “muy
loco”; y otro tipo que en mi vida había visto: 18 años, muy nalgón,
de esos hombres que tienen como cadera de mujer, lleno de barritos de puberto y
con una revista sobre videojuegos en la mano. Cuando vi el cuadrito completo
pensé irónicamente: “uta, hoy se va a poner bueno”. Y madres, sí que se puso.
"Hoy vamos a jugar Jeopardy para
practicar vocabulario", dijo nuestro maestro —originario de Jersey— en un intento de hacer una
dinámica distinta. Hizo dos equipos. A mí me tocó con el puberto
adicto a los videojuegos y al nerd y a la Peña Nieta en otro.
Soy la mujer menos competitiva del
mundo cuando se trata de juegos escolares. Me vale perder. En cambio, parecía
que la vida de mi compañero de equipo dependía
de la victoria. Es el típico teto que reclama puntos y reglas del juego. Lo
estaba odiando, sobre todo cuando sacó su revista de videojuegos, rompió el
empaque de plástico, la olió y dijo: “Amo este olor, vivo por los videojuegos”. Además, no le bastó con lucirse con la
fregada revista, se atrevió a nombrar a nuestro equipo Los Illuminati, wtf.
Justo cuando estábamos jugando,
entró un hombre dientón vestido como oficinista: camisa
amarilla de rayas, pantalones caqui y zapatos de pico. Muy parecido a Nelson
Muntz de los Simpsons…
El líder hizo pública su
intención de asaltarnos —por supuesto, sin secuestrarnos o matarnos—,
aclaró. Yo no pude hacer más que
mirarlo de los pies a la cabeza pensando: "¿Será cierto o no?". Nadie
se espera que suceda algo así en plena clase y de día.
Su mano, justo a la altura del cinturón,
sostenía una pistola medio descarapelada que se veía bastante
vieja, aunque real. En cuanto vi el arma entendí que realmente sí estaba
sucediendo, no era mi imaginación. Mi
compañero de equipo reaccionó diciendo: “Es broma obvio”. A lo que el
asaltante respondió con un cachazo en la cabeza que le abrió una herida
considerable: “qué broma ni qué nada pendejo”. La sangre saltó.
Mientras el puberto adicto a los videojuegos
sangraba de la cabeza (cual Carrie en la escena del prom) las demás personas
del salón empezaron a esconder sus cosas, yo
los caché. En vez de pensar en su seguridad, su primera reacción fue proteger sus celulares. Es
irónico cómo funciona nuestra escala de valores bajo estas circunstancias.
El maestro se pegó al pizarrón y le
dijo al asaltante “tranquilo, tranquilo, te vamos a dar todo”, mientras
escondía su mochila debajo de la mesa. La niña Peña Nieto comenzó a llorar, el
ratero le quitó sus dos celulares, el personal y el de la oficina; en cuestión
de segundos tenía el rimel corrido por toda la cara. Se veía muy dramática. El
nerd me echó una mirada de complicidad como diciendo “estamos juntos en esto”.
Durante esos minutos el asaltante
comenzó a enfurecer porque no estaba recibiendo lo esperado. Así que le pidió
su celular a mi compañero de equipo aunque se estaba desangrando. El pobre
puberto estaba tan asustado y tan lleno de sangre que era incapaz de
reaccionar. Sólo temblaba como maraca y veía su sangre correr. De hecho tenía
el celular en la mano, pero era tan fuerte el estado de shock en el que estaba
que no podía darlo. Ante esta situación decidí sacar mi celular de la bolsa y
dárselo al asaltante para tranquilizarlo. No quería que mi vida corriera ni el
más mínimo riesgo.
A punta de pistola y después de
agarrar algunas cosas de valor, el hombre panzón nos llevó al salon New York: “camínenle, camínenle,
métanse a este salón con todos; cuidadito y hacen una pendejada. Uno de sus
compañeros ya se está desangrando, así que más vale que nos dejen apurarnos o
se les va a morir aquí mismo”. La escena era fuerte: señoras, chavitos y
personal de la escuela se encontraban tirados en el piso amenazados de rodillas.
Éramos unos veinte máximo. La administradora pegaba de gritos: “Mi laptop, mi
laptop, ¡me costó 14 mil pesos, por favor no me la quiten!”. Era la que estaba
reaccionando más loca. Sin más, me tiré al piso como todos, me hice bolita y me
cubrí la cabeza por si se armaba una balacera. Hasta ése momento comencé a
pensar lo peligrosa que era la situación. No me había caído el veinte: mi vida
dependía de la reacción de otros veinte desconocidos que no sabía si alguno
podía tener complejo de superhéroe o algo por el estilo. Los asaltantes
hablaban entre ellos, eran tres; se decían "perro" de cariño. Su objetivo principal era la
caja de pagos de la escuela. Pero lo que no sabían los muy pendejos es que ése
día no era día de pago. Así que siguieron buscando salón por salón a ver qué
más se encontraban.
Los salones tienen una pared de
cancel de aluminio con vidrio. Lo que nos permitía, --aunque encerrados--, ver
todo lo que sucedía afuera. No dejaron a nadie vigilándonos. Todas las víctimas
comenzaron a conspirar y a decir estupideces: “Puta madre, mi celular nuevo”, “llamen a la
policía, yo echo aguas”, “voy a salir, no permitiré que se lleven mi laptop”,
“memoricen bien las caras de estos tipos” y hasta uno que otro Padre nuestro se
escuchaba por ahí. Nadie se preocupó por el adolescente sangrando o porque no
se armara una balacera entre policías y asaltantes. A mi me tenía aterrada que
llamaran a la policía. Donde uno de los asaltantes entrara y cachara al güey
que estaba hablando algo muy grave podría suceder. Pero no les importó y
enviaron mensajes de texto pidiendo auxilio a un número que existe para
reportar emergencias sin necesidad de hacer una llamada.
En este momento de mi vida ando en mi
fase muy chamánica post ayahuasca, así que me dije a mi misma: “Vete a otro
lugar, tu espíritu no está aquí, no permitas que te roben tu paz”. Cerré los
ojos, repetí un mantra y me fui de ahí mentalmente en lo que algo sucedía. Por
supuesto nadie se atrevía a salir y no estábamos seguros si la puerta estaba
cerrada con llave.
Después de media hora aproximadamente
de incertidumbre comenzamos a oír unos radios, pensamos que ya habían llegado
más asaltantes. Pero no, era la policía entrando a la institución. Hubieran
visto la escena que vi a través de las puertas de vidrio del salón: dos
policías de no más de 1.60, gorditos, con trajes azul percudido, pistola en
mano, caminando con cautela, haciéndole a la mamada protegiéndose de muro en
muro, como si realmente supieran lo que estaban haciendo, dizque para dar con
los delincuentes. Obviamente los rateros ya se habían ido.
Los policías nos abrieron la puerta y
preguntaron si había alguien herido. Hasta ése momento todos recordamos al niño
sangrante. Entre varios lo cargaron y lo sacaron de ahí.
Salimos del salón y unos comenzaron a
llorar, otros compartían puntos de vista. Yo fui a ver si mi bolsa estaba por
ahí o se la habían llevado los rateros, --gracias a quién sabe qué dios, la
encontré, no se la llevaron--. Solo me quitaron el celular que yo les di. Después
de tal situación lo único que quería era irme a mi casa. Estaba muy malviajada,
era la cuarta vez que me asaltaban en un periodo de tres años.
Después de que los policías
realizaran sus investigaciones todos los afectados tenían un bolillo gigante en mano. El
dueño tuvo "la amabilidad" de darnos panes para que no nos diera
diabetes, según él. Esa fue su forma de resolver el asunto...
Yo al día de hoy considero que mi seguridad dentro de sus instalaciones era su responsabilidad y que él es culpable por todo lo sucedido. Por no invertir en un sistema de protección antiasaltos.
El niño descalabrado se fue en
una ambulancia. Sé que sobrevivió. Aunque su revista de videojuegos se quedó
tirada en el piso llena de sangre. Yo no les acepté el bolillo y estoy exigiendo el reembolso de mi inscripción. Duré sólo un mes en sus clases. Sus maestros son malísimos, más de cuatro tienen un inglés lamentable y los "horarios flexibles" que ofrecen no existen. Mi nivel, el cuarto, siempre estuvo disponible a las 4:30 de la tarde. Un horario imposible de acomodar si trabajas. Creo que por obligación moral deberían devolverme mi dinero. No les estoy cobrando lo que me robaron ni el trauma que sufrí, que ya es bastante.
Además, sé y me consta que la computadora de la contadora se la llevaron los asaltantes y quién sabe qué cantidad de información de todos los alumnos había ahí dentro. ¿Quién garantiza la privacidad de mi información?
Al llegar a casa conté mi historia en
un estatus de Facebook. Sin afán de chisme, solo de manera informativa y para
que mis más cercanos supieran que estaba sin celular. Como respuesta recibí más
de 60 mensajes privados de amigos y conocidos que me trataban de confortar ante
la terrible situación. Pero sus mensajes en vez de resultar un consuelo se
convirtieron en un historial de robos en la ciudad de México que terminó por
robarme la poca paz que me quedaba. Todos y cada uno de ellos me narraron anécdotas
de delincuencia terribles: robos a casas, cuchillos en el metro Chapultepec,
asaltos en plena conferencia de prensa en Soma, secuestros
expres, extorciones telefónicas, robos de autopartes, intentos de abusos
sexuales por parte de las autoridades, robos masivos de celulares en
conciertos, coches nuevos que son robados saliendo de la agencia, etc, etc etc.
Según el periódico El Universal la delegación Cuauhtémoc concentra la mayor tasa delictiva del DF. Osea que vivir en "la Condechi" ya no te salva de nada, por lo contrario.
Así las cosas de terribles en la
ciudad. Ahora el dilema es irse o quedarse…